sábado, 18 de mayo de 2013

Extraños pero no ajenos

A mi pueblo viajo ligera. Esta vez me puse los zapatos rojos y un pantalón gris metálico que se me cae de la cadera; con la mochila cayendo de un hombro, me detuve frente a mi asiento vacío (siempre pido pasillo porque voy mucho al baño) y sonreí brevemente al joven de cabellos chinos y mirada tierna quien me sonrío francamente al ver que yo sería su compañera de ruta. Inició el vaivén de las miradas. La ausencia de palabras arraiga los gestos y los hace firmes como signos de puntuación. Ricitos de oro con el ojo derecho leía y con el izquierdo observaba cómo sacaba prendas de mi mochila con tal de no pasar frío. (Si alguien del futuro está leyendo esto permítame hacer una aclaración: durante los trayectos en camión es costumbre sabida que los choferes hacen del aire acondicionado su manera de mantenerse despiertos). Ya que saqué mi arsenal de chales, suéteres, calentadores, intenté subir mi maleta a la estantería pero pesaba demasiado porque además de la computadora siempre llevo libros a pasear a Jalapa, Ricitos de Oro se compadeció de mi y dejó su Proceso en el asiento para cargar mi mochila. Sonreí de nuevo, brevemente, será porque últimamente pienso que un chico tiene que librar batallas con mis otros yo antes de ganarme unas cuantas palabras. Después de un rato de seguir unos tacones corriendo en una película de acción bastante disfrutable, me quedé dormida. Cuando abrí un ojo estaba recargada en mi costado y Ricitos de Oro estaba dormido con su cara frente a la mía compartiendo un momento de intimidad, permaneciendo extraños pero no ajenos. Qué sutiles diferencias. Abrí el otro ojo un poco acalorada por la situación y giré mi espalda para ver si así Ricitos de Oro dejaba de buscarme las palabras no dichas entre los sueños y sucedió algo que nunca pensé que pasaría: Ricitos de Oro recargó su espalda contra la mía y me sentí abrazada como en un cuchareo invertido que disfruté, como se gozan las horas compartidas con los amigos de toda la vida. Justina

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